El diario El
País nos recordó el pasado jueves una polémica que si bien todos teníamos por
olvidada, lo que no esperabamos era que también la hubieran extraviadó aquellos encargados de corregirla. El año pasado, casi por estas fechas, saltaba la celebrada polémica sobre el Diccionario de biografías elaborado por la Real Academia de Historia, acusada de mostrar informaciones sesgadas sobre algunos personajes históricos recientes. Y digo celebrada, porque en medio de la desagradable polémica, la entonces ministra de cultura, Ángeles González Sinde, aprovechaba la ocasión para colar su proclama feminista: “Confío en que haya más presencia de mujeres protagonistas de la Historia y en que se revisen esos conceptos, que no parecen desde luego muy contemporáneos “
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| Foto de Ángeles Gonzalez Sinde cuando era ministra |
Por supuesto que la esencia de la polémica era un tema enojoso, más propio de otra época; por ejemplo, el encargado de redactar la biografía de Francisco Franco se empeñó en cebar de eufemismos la definición de su régimen con la malsana intención de evitar usar la palabra dictadura. No se entiende el enmarañamiento, Franco fue un dictador y no de los pacíficos, cualquier racanería en clarificar este concepto se intuía superada. En lo que respecta a la II Republica ocurría otro tanto de lo mismo, la desafortunada elección de algunos historiadores, tenidos por críticos con dicho periodo, no se comprende a sabiendas de que Paul Preston, autor –más o menos imparcial- de algunos de los más titánicos y completos trabajos sobre la guerra civil y sus preámbulos, no aportó ni una sola frase a la obra.
En cualquier caso, la polémica empañó toda la información publicada sobre un diccionario que, salvando la problemática que cabía esperar de lo relacionado con el siglo XX, estaba llamada a ser un documento histórico a la altura del prestigioso Diccionario Biográfico de Oxford. Autores de estima internacional y una década de trabajo eran prometedores avales para una obra anhelada durante siglos, que unos pocos autores –de entre 5000- echaron al traste. A razón de la ocasión perdida –en extraviar ventajas, España es maestra- resulta difícil entender que algunas personas pudieran sacar tanta renta de un descalabro cultural, con la ministra de cultura a la cabeza.
Ángeles González Sinde, reputada “experta” en la industria cinematográfica–que no en el cine-, “enteradilla” de la industria musical y “cardo borriquero”en lo que respecta a la alta cultura –con el permiso de su licenciatura en filología clásica de la que aun no ha hecho gala-, cuando se topó con el asunto, del que presumiblemente no tenia conocimientos más allá de los que leyera aquella mañana en el diario Público, decidió invocar al maniatado fantasma del feminismo. Si, primero salió al paso de la disputa cuasi medieval, del que existía una crítica casi unánime, luego resolvió ensañarse en los pormenores. Los de la academia de historia son fachas y machistas vino a resumir.
Ahora un año después lo que descubrimos es que los encargados de enmendar
los errores optaron por agazaparse a la espera de que amainaran las críticas, para después no mover ningún
dedo. La Academia de historia no ha cambiado ni un ápice de las polémicas
entradas de su diccionario. Si la ministra se hubiera esforzado tanto en
revertir la polémica como lo hizo en hincharla a base de coletazos feministas, quizás
a estas alturas se hubiera subsanado un asunto verdaderamente doloroso. Como siempre en este país, muchos gritos pero
poco arreglo.

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